„Siempre fui un lápiz“

mayo 14, 2009


Dice Toulouse- Lautrec con una sonrisita de medio lado, en los pósters que empapelan algunas estaciones del metro de Berlín. “Siempre fui un lápiz” leo otra vez y me fijo más detenidamente en el tipo enjuto, con barba y sombrero de paja, que parece sentirse muy incómodo frente a la cámara. ¿Quién sería el fotógrafo? Tal vez la fotógrafa. Lautrec sonríe tímidamente, sentado sobre un taburete, con las manos contenidas y reposadas sobre sus piernas.
Apenas medía 1, 52 metros y según los que lo conocían, a simple vista parecía que su tórax y sobre todo su cabeza, pesada y grande, habían aplastado esa piernas debiluchas que apenas podían sostenerlo. En realidad como hijo de los Condes de Toulouse- Lautrec, su vida podía haber sido mucho más bonita de lo que fue, pero le tocó en suerte ser un enano deforme y el sólo se convirtió en un borrachín.
Era un engendro tímido y gracioso, oculto en la oscuridad de los bares y en la algarabía de los burdeles, mirando como un poseso y tratando, ufanamente, de captar ese contexto de colores brillantes, mientras se templaba el ego a punta de absenta. Aquellos años locos del Moulin Rouge de finales del siglo XIX, lo pusieron a pintar carteles de espectáculos, retratos de cantantes, cuadros de prostitutas ofreciendo el cuerpo al mejor postor o a algún médico, que debía hacerles una cura.
Una belleza de trazos nerviosos y entrecortados, que se escapaban de la luz natural de los campos, para adentrarse en los fulgores de la electricidad y en el paisaje de las almas perdidas. Postimpresionista y descreído de cualquier manifestación artística que evada al individuo, que se escape del pueblo, iba Toulouse por las calles de París hacia 1886 alcoholizado hasta el delirio. Su relación con Suzanne Valadon acababa de terminar abruptamente, después de que ella lo amenazara con suicidarse si no había boda. Algunas veces tuvieron que recogerlo de las calles y llevarlo a casa, en otra ocasión, para no dejar nada al azar, lo encerraron en un manicomio sin más. Podía pasar que aquel monstruo de buena familia terminara muerto de frío en alguna esquina, azuzando el qué dirán y rompiendo con las normas de la buena sociedad, a la que muy a su pesar, para siempre pertenecería y al cobijo de la cual murió al final, el 9 de septiembre de 1909 en Malrome, el castillo que tenían sus padres.

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