El Marqués

mayo 21, 2008

Conocí al marqués cuando tenía poco más de 9 años. Acabábamos de llegar a vivir de nuevo a la ciudad de la que viene nuestra familia y él apareció como por arte de magia. Si lo pienso bien, nunca supe como. Eso sí; un día estacionó la brasilia beige que tenía en la puerta de nuestra casa y empezó a hablar con nosotras. Como es obvio a mi hermana y a mi nos resultó sospechoso. Era un tipo que no se parecía en nada a la gente con la que nosotras estábamos acostumbradas a tratar. Sobre todo porque besuqueaba a mi madre cada vez que podía. Por otro lado mi abuela tampoco lo veía con buenos ojos. Ya que era dueño, debido a distintas razones que circulaban por el pueblo, de una pésima reputación.
Por esa época tendría unos 43 años. Era alto y en general tiene que haber sido un tipo atractivo, mi madre por lo menos estaba loca por él. Al principio nosotras no quisimos tener mucho que ver, intentamos no hablarle, procuramos no acercarnos, pusimos toda nuestra atención en resistir a sus encantos. Pero era difícil evadirlo. Era un tipo listo que entre caramelos y salidas a pasear al río, nos metió en el bolsillo sin que nos diéramos cuenta, para increíble felicidad de nuestra progenitora. Que hay que decir, siempre nos puso en primer lugar.
Que yo sepa el nunca usó el título y su padre tampoco. Era un revolucionario afiliado al partido, todavía hoy guardo en mi casa su carné del Movimiento Nacionalista Revolucionario. Es una de las pocas cosas que me han quedado. Por lo demás tengo una foto y la chompa que cargaba conmigo, desde hace más de 15 años, el año pasado terminó de ser devorada por las polillas, así que no la tengo más. Igual no esta mal que me despida de él de una buena vez, está muerto desde 1990.
Me gustaba su casa. Era una construcción años 70 con ventanales amplios que daban al jardín, una sala espaciosa con chimenea, una cocina, en la que él pasaba muchas horas y una biblioteca enorme en todo el segundo piso. En esa época era la única que conocía, salvo por la de mi abuelo mientras estuvo con vida, que tenía un cuarto entero lleno de libros. En el centro de la habitación estaba un mueble extraño, que dejaba ver de uno y otro lado, las cartas que El Marqués le escribía a Bolívar o a Sucre y estos a él. Nunca me dejaron tocar nada y nunca sentí que estuviera en mi casa. Había una ley no dicha de molestar lo menos posible, a la que las niñas nos ateníamos en la medida de nuestras posibilidades.
Al lado vivía la madre del marqués en los restos de la construcción original. Su casa era oscura, con los techos altos y estaba decorada con un montón de cuadros religiosos. Había uno de Melchor Pérez de Olguín, casi todos los demás de maestros pertenecientes a su escuela. Olía a una mezcla rara entre humedad y perfume. Tenía una radio empotrada en un mueble de madera clara de los años de la perinola y en el comedor una mesa enorme, rodeada con vitrinas en las que se podían ver los restos de lo que alguna vez seguramente fue la magnífica bajilla de plata de El Marqués. Mi pieza favorita era una pequeña caja para guardar el té, trabajada preciosamente con guirnaldas de flores y angelitos, si recuerdo bien. Tampoco pude tocarla y me habría gustado mucho.
Las comidas ahí eran opíparas y súper ricas. Sobre todo las salteñas caseras hechas por doña Norberta y servidas por la criada de turno, que venía corriendo cada vez que escuchaba sonar la campanita que la madre del marqués tenía siempre a la izquierda del plato y que representaba a una esclava africana, creo que era de bronce. Los platos y las bebidas se sucedían al compás del instrumento. Nunca entendí bien cómo era posible que el marques fuera revolucionario y al mismo tiempo la madre del marques fuera una entrañable oligarca practicante. En cualquier caso todos estaban orgullosos de las andanzas de la señora y de su valor, ya que gracias a ella la familia había perdido apenas tierras con la reforma agraria. La mujer las había defendió con el fusil en la mano y a caballo, acompañada por un par de infelices despistados, de las hordas revolucionarias. Con tal suerte y maestría, que en la época en la que yo conocí a la familia una cuantas hectáreas de tierra estaban prácticamente abandonadas y no le servían a nadie para nada.
La figura del marques era igual de contradictoria que la historia de su familia y en cualquier caso era un hombre provisto de muchas curiosidades personales, plagado de anécdotas. Una vez me mostró una foto color sepia, en la que una hermosa niñita rubia, vestida con un traje andrógino de marinerito, miraba a la cámara temerosa. Los bucles marcaban el contorno de su rostro y la pequeña boca se comprimía en una mueca indescifrable. Acto seguido me contó que después de su nacimiento, la madre había recibido la noticia de que no podía tener más hijos y se consoló vistiendo al niño los primeros cinco o seis años de su vida como mujer o casi. Nunca pude preguntarle si le había quedado algún trauma de esa experiencia, murió antes de que yo fuera conciente de los traumas.
Por lo demás mientras vivimos en La Paz, nuestra vida en común no fue menos extraña que en nuestra ciudad de natal. Digamos que la distribución de roles en nuestra familia era, para el contexto social en el que circulábamos, por demás extraña, casi sospechosa. Mi madre trabajaba y estudiaba de sol a sol, mientras él veía con nosotras por las tardes los Thondercats y cocinaba. Era un excelente cocinero, que raras veces salía de la cama antes del medio día y que después de ver los dibujos animados con nosotras, se sentaba en el escritorio con el saco de fumar puesto, a fumar por supuesto y a leer o a hablar por teléfono. En nuestra casita de San Miguel también teníamos una biblioteca, pero no era ni de lejos tan bonita como la que había en lo que mi madre llamaba el “elefante blanco” de nuestra ciudad natal. A cambio las niñas podíamos tocar y ver todo.
Después sobre las cinco de la tarde, él se metía en la ducha y se vestía como si fuera un ejecutivo para ir a recoger a mamá de la oficina. La traía a casa, servía lo que había preparado y cuando nuestra madre se encerraba a seguir con su labor de estudiante empedernida, él se ponía a ayudarnos a hacer los deberes o nos daba unos discursos radicales sobre las telas cordiales y la barrera de los rumbos. Aún hoy pienso en esas charlas, que entonces escuchaba más por cortesía que por interés. Nadie con once o doce años pienso yo, tiene la capacidad de concentrarse en ese tipo de conversaciones metafísicas. Ahora en cambio me pasa a veces leer algún libro y acordarme de él. Aunque claro, nunca he tenido la oportunidad de cotejar lo que creo que aprendí con lo que él realmente quiso transmitir. Eso sí, me ha quedado el I Ching y cuando lo consulto siento que lo tengo cerca, quién sabe.
El segundo tema de discusión en importancia era la Revolución Nacional. Ahí si que lo entendía y hablaba con tanto fervor, que por su culpa tuve una de las primeras rupturas con mi señor padre que, francamente quién sabe por qué, tiene el corazón falangista y es un enemigo acérrimo del Dr. Paz Estensoro, pero esa es otra historia.
El tercer tema en jerarquía era la poesía y, aunque ahora me doy cuenta de que el pobre francamente no tenía ni puta idea, el hecho de que su padre hubiera sido un poeta, hacía que él se sintiera en el derecho de transmitir una poética, desprovista por supuesto de toda lógica, que se reflejaba en su lema de vida “mi padre fue un poeta, yo hago de mi vida una poesía” y tanto que lo hacía. Los rumores sobre sus andanzas son muchos y variopintos.
La noticia de su muerte me llegó una tarde en medio de unas vacaciones tristísimas. Mi abuela estaba visitando a unos tíos en Alemania y a mi me había tocado quedarme el resto del verano en la casa de unos parientes que son tan agradables como chupar un fierro. Me lo dijeron de frente y sin muchos preámbulos, supongo que partiendo del principio de que como el marques no era mi padre y apenas lo conocía, llevamos viviendo sólo tres años, poco o nada podría afectarme.
Al día siguiente fuimos juntos a esperar el féretro al aeropuerto, nosotros y un par de cientos de personas. Vi a mi madre a lo lejos, rodeada por los hijos del marqués. Vi a todos meterse en un coche con el muerto y partir en dirección al elefante blanco. Los parientes me dejaron en la casa y se pusieron a hacer relaciones sociales con todos los concurrentes, su especialidad. No pararon de llegar personas en toda la noche ni paro el ruido ni pude acercarme a mi madre hasta varios días después, creo que incluso fueron años.
Esa noche pasé un buen rato sentada en uno de los escalones de la biblioteca viendo el espectáculo sin atreverme a entrar al velatorio y supongo que me habría quedado dormida en el lugar, si una de las hijas del marques no hubiera venido a cogerme de la mano y no me hubiera obligado a ver al muerto en su cajón.
Tenía los orificios corporales taponados con algodones para que no se le salieran los líquidos, me explicó la hija del marqués. Dándome con lujo de detalles una disertación extensa sobre como se enterraba a las personas y lo que pasaba con los cuerpos.
El marqués tenía la piel amarilla y unas ojeras terribles, estaba mucho más delgado y llevaba puesto uno de sus trajes de ejecutivo. Como siempre estaba muy bien arreglado, con un pañuelo blanco en el bolsillo y mientras lo vi no tuve la impresión de que se levantaría de un momento a otro. Estaba muerto y bien muerto, ya era carne de gusanos.
Nunca entendí por qué la hija del marqués hizo eso y me pregunto si se acordará del incidente, lo que yo recuerdo es que no pude dormir esa noche ni la siguiente y que durante muchos meses, quizá años, tuve pánico de cerrar los ojos.
 
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